Por Noelia Crespo

Dicen que veinte años no son nada, y sin embargo, parecen una eternidad estas dos décadas que han transcurrido desde que el maestro de Fontiveros, adoptado salmantino en La Fuente de San Esteban, nos dejara allá por el 2001 un 14 de enero.

Hace ya veinte años desde que nos dejó todo un maestro, Don Julio Robles, y por mucho que pase el tiempo su querida Salamanca todavía le tiene muy presente cada 14 de enero y los 364 días restantes. Fue y sigue siendo espejo en el que mirarse de muchos jóvenes que empiezan hoy día a intentar ser torero, y aunque seguramente la mayoría no tuvieron el placer y privilegio de verlo en directo, su legado artístico es tan grandioso como imborrable. El roblismo sigue vivo en la actualidad aunque sea en diferentes versiones, y todo gracias a ese grandioso torero de leyenda que dejó una herencia majestuosa con unas formas de torear emocionantes, personalísimas y exquisitas.

Timador” de Cayetano Muñoz le ganó por primera vez la partida. Fue un 13 de agosto en Béziers (Francia) de 1990. Ese día Julio dijo adiós a la profesión a causa de una tetraplejia y con esa despedida, la tristeza invadió a toda la afición, en especial a la charra. Habían perdido profesionalmente a uno de los suyos, de los más grandes de una de las épocas doradas del toreo, en especial en la capital salmantina, donde la rivalidad cada vez más acrecentada entre roblistas y capeístas engrandecía la ciudad. Fueron dos vertientes que dividieron Salamanca ambos luchando por ser el mejor en aquel momento. ¡Bendita aquella rivalidad la vivida para la fiesta! Cuánto echamos en falta esa competencia hoy en día.

Grandes páginas en la historia de la tauromaquia logro escribir durante los dieciocho años que estuvo en activo (9 de julio de 1972, alternativa en Barcelona – 13 de agosto en Béziers de 1990, trágica cogida que le provocó una tetraplejia). Torero de esencia campera y castellana, prodigioso con la capa y grandilocuente con la franela, aunando una clase, sobriedad y cadencia que le llevaron a triunfar con brillantez en innumerables plazas de gran importancia.

Permítanme para terminar que utilice la primera persona en singular, pues al igual que muchos de esos chavales que en las escuelas taurinas sueñan con expresar el toreo con la elegancia y clasicismo inigualable con la que la hacía el maestro, algunas siguen imaginando como hubiera sido el poder disfrutar de Don Julio en una plaza. Y es que no haber podido presenciar en directo ni una sola vez la esencia roblista de aquellos tiempos es algo que pesara de por vida.

Añorado Julio, torero de toreros, tenga usted por seguro que hoy día su huella sigue siendo inextinguible y su toreo inmortal. Allá donde esté, siga deleitando a los presentes con la belleza que le imprimía a cada lance que salía de sus muñecas. Siempre eterno, ¡maestro!.

(In "Altoro")